VIDA
Y OBRA
Nacida en Madrid, ciudad a la que siempre se ha sentido estrechamente vinculada, 07 de mayo de 1960. Falleció el 27 de noviembre de 2021.
Almudena Grandes estudió Geografía e Historia en la Universidad Complutense y comenzó a trabajar en el mundo editorial como escritora de encargo.
Cuenta Almudena Grandes que se dedicó a la escritura gracias al fútbol y porque no sabía dibujar: “Cuando íbamos a visitar a mi abuelo, mi padre y él veían el fútbol y no se podía hablar. A los niños nos daban lápices de colores, pero como a mí no me gustaba dibujar, me aburría. Y me dijeron que escribiera algo. Aún conservo algunos cuentecitos de regalo de los que obtuve rentabilidad económica. Fue mi primer trabajo profesional”.
En 2010 comenzó la serie Episodios de una guerra interminable con Inés y la alegría (2010), título que ha merecido varios premios como el de la Crítica de Madrid, el Sor Juana Inés de la Cruz de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara o el Premio Iberoamericano de novela Elena Poniatowska. El segundo título de la serie fue El lector de Julio Verne (2012), el tercero, Las tres bodas de Manolita (2014), y el cuarto, Los pacientes del doctor García (2017).
De la segunda entrega de esta especie de saga histórica novelada, El lector de Julio Verne, vamos a leer dos historias o cuentos ocultos increíbles. La obra toda relata las experiencias de Nino, un niño de nueve años, hijo de un Guardia Civil que vive con su esposa y su familia en un cuartel policial en el pueblo de Fuensanta, cerca de Jaén. Nino, pese a sus cortos años, descubre que su padre sufre intensamente con su rol de guardián del régimen franquista y que en más de una ocasión en lugar de ir al monte para dar una batida contra los maquis, se esconde en su casa, bajo siete llaves, por temor a morir a manos de los guerrilleros y por estar asqueado de tanto asesinato de gente humilde e inocente.
Las botellas de agua caliente
(La ley de la piedra y la botella)
Cuento escondido
El hielo no esperó a diciembre, pero mi madre sí lo esperaba a él. Cuando entré en la cocina, tiritando no tanto por la temperatura como por el desconcierto, el estupor que sucedía a su primer zarpazo, me la encontré sentado al lado del fogón, refunfuñando como de costumbre, con el ceño fruncido. Se había envuelto en una capa vieja de mi padre y no pude ver qué estaba haciendo, pero cuando llegué a su lado, me sonrió.
Sostenía en las manos una funda nueva, dos trozos de manta superpuestos, cortados a la medida de una botella de gaseosa y cosidos por el borde con una hebra de lana en puntadas muy seguidas y apretadas. De la base colgaba una pieza redonda, a modo de tapa, que iría rematada con un ojal hecho a la medida del botón, que permitiría cerrarla por abajo, para conservar el calor del agua hirviendo, sin riesgos de quemaduras.
–Mira, ¿te gusta? –la sonrisa de madre se hizo más grande y encontró una manera de brillar también en sus ojos.
–Sí, es muy bonita –y sólo entonces entendí–. ¿Es para mí?
Cuando la vi asentir con la cabeza, sentí una alegría salvaje que también era orgullo, gratitud y una expectativa de felicidad, el anticipo de la que sentiría al llegar a la escuela con mi propia botella metida en su funda. No encontré palabras para expresar una emoción tan compleja, y por eso me abalancé sobre ella, la abracé con todas mis fuerzas y la besé tantas veces que estuve a punto de tumbar la silla con nosotros dos encima.
–¡Suéltame, Nino, que nos vamos a caer! –pero se reía.
–Gracias, madre –acerté a decir por fin–. Gracias, gracias, millones de gracias…
–Nada de eso. En enero cumplirás diez años, ¿o no? Eres mayor, y mucho más responsable que tu hermana, y a ella se la hice cuando tenía tu edad, así que… Pero tienes que prometerme que cuidarás bien de ella. No la pierdas de vista, no la dejes tirada en cualquier parte para irte a jugar y no la pongas en ningún sitio donde se pueda caer. Si la rompes, o te la roban, hasta el año que viene no te daré otra. Los cascos cuestan dinero, ya lo sabes.
–No te preocupes, madre, la cuidaré muy bien. ¿Dónde está?
–Todavía no la he comprado, ni siquiera me ha dado tiempo a terminar la funda. No le he hecho el ojal, ni he cosido el botón, pero si quieres, puedes estrenarla esta noche. Y de momento, para ir a la escuela…
Señaló la chimenea con la cabeza y miré por última vez, sin rencor y sin nostalgia, la piedra negra, plana, que certificaba el final de mi verdadera infancia.
–No, no merece la pena. Seguro que hoy no hace tanto frío.
Los alumnos de la escuela de mi pueblo sólo reconocíamos dos grupos de niños, los pequeños y los mayores, clasificados según un criterio muy distinto al que empleaba don Eusebio para dividirnos en cursos y grados. Piedras y botellas, esa era la ley suprema que imperaba sobre edades, estaturas o conocimientos. Los niños pequeños eran todos los que salían de casa apretando contra su pecho, con las dos manos, una piedra caliente, liada con trapos. Los mayores, en cambio, habían merecido la confianza de tutelar una botella de gaseosa rellena de agua hirviendo, que la funda casera, fabricada con un resto de manta gruesa, suavizada por el uso, convertía en una fuente de calor muy agradable.
Las botellas conservaban la temperatura durante mucho más tiempo que las piedras, y al sentarse en el pupitre, daba gusto colocárselas sobre las piernas, hacerlas rodar arriba y abajo o ponerlas en el suelo para sujetarlas con los tobillos. Yo lo había visto hacer muchas veces, mientras intentaba apurar sin resultado el calor de la piedra apenas tibia que volvía a llevarme a casa cada tarde, para que madre la desnudara, la pusiera de nuevo a la orilla del fuego, y volviera a liarla con tiras de sábanas viejas para entregármela en el mismo momento en que me mandaba a la cama, el otro lugar donde los mayores se distinguían de los pequeños, según la ley de la piedra y la botella.
Tengo una vaca lechera, tolón, tolón
Cuento escondido
Almudena Grandes
Cuando a padre le tocaba subir al monte a dar una batida, madre no se acostaba hasta que volvía. Esas noches, yo tampoco dormía. Me quedaba despierto, boca arriba en la cama con los ojos abiertos, mirando el techo, y escuchando el silencio, al acecho de cualquier ruido, hasta que reconocía sus pasos, su voz apagada, ronca de cansancio, dándole las buenas noches a Romero, y después el repiqueteo de los besos entreverados de quejas con los que le recibía su mujer, yo ya no puedo más, una noche de estas me voy a morir de angustia, esto no puede seguir así, Antonino… A veces me levantaba y les miraba por la rendija de la puerta.
Él, tiritando en invierno, empapado en otoño o sudando en verano, pero agotado de cansancio en cualquier estación del año, se desplomaba encima de la silla para que ella le quitara las botas y contaba siempre lo mismo, nada, que no hay manera, me cago en la puta que parió a Cencerro y a toda su parentela, y yo sabía que tenía razones para hablar así, sabía que tenía razones para maldecirle, y un destino de mierda, un sueldo de mierda, una vida de mierda, como decía después, pero cuando volvía a la cama, me quedaba dormido enseguida porque habían sobrevivido los dos, mi padre y su enemigo, y sabía que lo que hacía estaba mal, muy mal, que no debería pensar así, sentir así, pero no podía evitarlo.
Yo admiraba a Cencerro. Le admiraba porque era el más poderoso, el más listo, el más valiente de todos los hombres que conocía. Le admiraba porque todas las mujeres de la Sierra Sur suspiraban por él, tan rubio, decían, tan guapo, tan fuerte. Le admiraba porque hacía lo que le daba la gana, porque entraba y salía de su casa, de su pueblo, del mío y el de los demás. Cuando le venía bien, porque su cabeza era la más cara de toda la provincia de Jaén y él, en lugar de achatarse, acusaba el incremento de su precio subiendo la cantidad de sus propinas, esos billetes de cincuenta, de cien, y hasta de quinientas pesetas que firmaba con su nombre y que nunca aparecían, porque sus dueños los escondían para guardarlos como si fueran un tesoro, o se los vendían a alguien dispuesto a pagar más de lo que valían por la firma del más grande, la pesadilla de los civiles (los guardias civiles), la leyenda del monte, “Así paga Cencerro”.
Y así pagaba, así compensaba el sufrimiento, el acoso, y las palizas que sufrían los suyos, las redadas y los golpes que soportaban sin despegar los labios o abriéndolos solamente para mentir, sí, es él, y al día siguiente los periódicos de la capital traían en la portada la fotografía de un hombre muerto, “Peligroso bandolero abatido a tiros por la Guardia Civil”, para que mi padre se desesperara, para que se desesperaran Romero y Sanchís mientras el imbécil del teniente, que era malagueño y nunca había visto la cara de Tomás Villén (Cencerro), ni la de sus hermanos, ni la de su mujer, ni la de su hija Virtudes, que se disfrazaba de pastor para subir y bajar del monte cuando le daba la gana a ella también, igual que su padre, se paseaba por Fuensanta de Martos sonriendo como un imbécil, como lo que era, porque todos sabían algo, sabían que le había vuelto a engañar y que el hombre del periódico no era Cencerro, que aquel muerto ni siquiera se le parecía, y no es que no fuera gracioso, pero los parroquianos de Cuelloduro se partían de risa mientras cantaban a dos voces la canción prohibida, aquella inocente melodía de letra tontorrona que estaba de moda en toda España, pero la Sierra Sur era más subversiva que La Internacional.
–A ver –el tabernero carraspeaba antes de levantar las manos en el aire, para dirigir el coro desde detrás del mostrador–. A la de tres. Una, dos y tres, tengo una vaca lechera….
–Lechera –respondían los que se encargaban de la segunda voz.
–No es una vaca cualquiera.
–Cualquiera.
–Se pasea por el prado, mata moscar con el rabo, tolón, tolón –y ahí se juntaban todos–, tolón, tolón…
A veces, ni siquiera les daba tiempo a acabar la segunda estrofa, la que había convertido aquella letra tan tonta en un arma, un himno, una canción de amor para un hombre legendario.
–Un cencerro le ha comprado…
–Comprado.
–A mi vaca le ha gustado…
–Gustado.
–Se pasea por el prado, mata moscas…
El tiempo que tardaba un chivato (delator) en ir corriendo desde la taberna de Cuelloduro hasta la casa cuartel, la distancia más frecuente entre las carreras populares de Fuensanta de Martos, no daba para más. Por eso, a aquellas alturas, el primero que se hubiera enterado, Michelín o Sanchís, Romero o mi padre, solía entrar a la taberna hecho una furia, con la mano sobre la culata de la pistola y los labios temblando de rabia.
–¡Silencio! –y miraba a su alrededor como si los cantantes representaran una temible amenaza.
–Con el rabo…
–¡He dicho silencio! ¿No me habéis oído?
Una vez, antes de subirse al monte, Enrique Fingenegocios llegó hasta el tolón, tolón, y Sanchís desenfundó la pistola para incrustar una bala en el techo de la taberna. Desde entonces, y aunque Cuelloduro se había negado a reparar lo que él llamaba la herida de guerra de su local, el oído de todos sus parroquianos había mejorado mucho.
–¡Esta canción está prohibida y lo sabéis de sobra!
–¿Pero cómo va a estar prohibida –terciaba el director del coro, tras el parapeto del mostrador– , si la ponen en la radio a todas horas?
–A mí, la radio me toca mucho los cojones. Y como vuelva a oír esa puta letra una sola vez, el coro entero va derecho al calabozo. Estáis avisados.
Después aunque se marchara andando de espaldas para no perderlos de vista, las sonrisas volvían a florecer discretamente en los labios que, unos minutos más tarde, empezarían a difundir por todo el pueblo aquella escena sombría y ridícula, y toda la Benemérita en pie de guerra contra “La vaca lechera”, aquella bobada musical que muchos fuensanteños seguirían silbando, tarareando y canturreando, solos o en compañía, mientras se reían a carcajadas, aunque sólo fuera porque estaban hartos de llorar y lo daban todo por bien empleado, mientras Cencerro estuviera vivo y en el monte, escupiendo desde arriba.
*** Ambos cuentos extraído de El lector de Julio Verne (Episodios de una guerra interminable), de Almudena Grandes. Primera edición Buenos Aires. Tusquets Editores 2012.